lunes, 17 de julio de 2006

A favor y en contra

Me gustan los taxistas

[porque sus conversaciones son un antídoto contra la ignorancia sobre un país desconocido]

Un elogio de Enrique Felices


Me gustan los taxistas porque se les puede llamar igual en cualquier parte del planeta: ¡Taxi! Y me gustan aun más porque basta con estirar una mano, o hacer un mínimo contacto visual, casi telepático, para que uno de ellos se detenga al frente y te ofrezca sus servicios. El mío es un afecto guiado por la conveniencia. Me agradan los taxistas porque te escudan de la agresividad de la ciudad y de la imprudencia de otros conductores. Me entusiasma que nos libren de sufrir magulladuras en el auto (y en el amor) propio, de recibir insultos y soportar malas caras. Los admiro porque suelen dar más de lo que reciben. Y lo que menos reciben es reconocimiento. La historia del cine no sería la misma sin los taxistas. «Siga a ese coche» es una frase que ellos han sabido cumplir en las películas con gran eficiencia y ningún afán de protagonismo. Me gustan los taxistas porque después de una larga caminata o de una noche agitada puedes desplomarte sobre el asiento de sus coches, sabiendo que el conductor se encargará del resto. A pesar de que les pagamos por un servicio, la confianza que depositamos en ellos no tiene precio.

Odio a los taxistas

[porque son un gremio obstinado en recordarte los estereotipos de una ciudad]


Una diatriba de Fabiola Puerta


Odio a los taxistas porque se creen oráculos en las ciudades. Todo lo ven y todo lo saben: predican sobre política como ministros frustrados y argumentan sobre fútbol con la misma autoridad con la que reniegan del costo de la vida. Los detesto porque son capaces de hacerte recordar las malas noticias en el preciso instante en que las habías olvidado y te entretenías espiando las calles que vas dejando atrás. Me disgustan los taxistas porque en cualquier aeropuerto del mundo son la primera y más fea tarjeta postal de la ciudad. En Río de Janeiro hay taxistas que te recitan pasajes enteros de la Biblia y te entregan estampitas de la Iglesia Universal del Reino de Dios, como si fueras una oveja negra que ha perdido el camino a la felicidad. En Buenos Aires, un conductor me preguntó una vez si en el Perú había negros. «Negros de mierda», dijo sin esperar respuesta. Detesto a los taxistas porque tienen impunidad para expresar sus odios y racismos. Un chofer de limosina, en cambio, maneja en silencio, no te acribilla con comentarios banales, sólo pregunta, con un respeto inglés, adónde quieres ir. Pero el taxista no se da cuenta de que el mejor servicio no es el más «entretenido», sino el que se brinda en silencio. Odio a los taxistas porque no entienden que un recorrido siempre será una transacción y nunca el pretexto para entablar una amistad con el cliente. La confusión es universal: en una ciudad que visitas por primera vez, los taxistas son los encargados de mostrarte el camino, aunque su amabilidad sea sólo un servicio que se paga por kilómetro recorrido. Odio a los taxistas porque por lo general se trata de un gremio de hombres obstinados en cumplir estereotipos.

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